Cada mañana frente al espejo, saludo a mi padre; mientras desde la cama de mis hijos lo escucho entre pueriles sueños. Aquellas veces no alcanzaba a imaginar que pensaba él mientras echaba a andar el día y ahora lo percibo claramente, resonando en el vacío que une la nostalgia y la rutina.
Por las tardes lo sorprendo nuevamente, caminamos juntos los quince pasos entre la camioneta y la casa, como siempre arrastrando los pies y silbando una indefinida y perpetua melodía. Adentro mientras tanto, oigo apagarse el motor y encenderse mi corazón, corro hacia la puerta compitiendo con mis hijos para ser el primero en besarle y fundirnos en un abrazo de bienvenida.
Al final de cada noche, tropiezo con él frente a la puerta de las infantiles piezas, a la par nos arrodillamos ante ellos que, junto a mí, esperan recibir la sencilla bendición. Cuando mis labios la pronuncian, me doy cuenta que nunca la aprendí de memoria, porque esta escrita con su letra en mi alma.
Nos despedimos camino hacia mi alcoba, mientras Dios nos mira y se pregunta si alguna vez los hombres comprenderán el cotidiano milagro de la resurrección.
Los Ángeles Chile, Junio 16 del 2002.
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